lunes, 14 de abril de 2014

Diálectica de la des-comunicación

Inclúyanme afuera


En el comienzo era el verbo, afirma, con la rotundidad del mandato, nuestro relato fundacional, que, desde Aristóteles a Lacan, no hace más que confirmarse.
Mara, la protagonista de esta historia, ex intérprete simultánea de primera línea, convocada en los congresos internacionales más prestigiosos, decide subvertir este mandato, cuando, en la conferencia de un famoso filántropo, deja de traducir y se dedica a describir, con todo detalle, las estrategias de manipulación que los oradores utilizan para disfrazar lo que realmente quieren decir, o, mejor dicho, hacer, que no es otra cosa que dominar, convencer, ganar. Consciente de la dimensión política de su acto que la hizo salir del recinto con las fuerzas de seguridad y ser expulsada de las asociaciones de intérpretes, y hastiada de un trabajo que, mimetizado con el tripalium, el instrumento de tortura del que proviene su nombre, abandona todo y se recluye en la ciudad de Luján, para trabajar como guardiana del museo, dispuesta a llevar adelante un curioso experimento: practicar, durante un año, el arte de la impasibilidad, la quietud y la observación.
Dos son los libros que la acompañan: un manual de retórica que describe los distintos tipos de silencio y un tratado de jardinería pensado para el clima de las antípodas. La cinta de Moebius, esa representación gráfica de la paradoja, pareciera ser el lugar que Mara eligió habitar después de años de transitar por los no-lugares (hoteles, restaurantes, cabinas de traducción, aeropuertos) donde su profesión la llevó.
Sobreviviente del campo de batalla de la comunicación (del que una convención internacional puede resultar uno de sus escenarios más calientes) que la obligaba a leer sin interés pero con voracidad toda la información necesaria para decodificar los sobreentendidos, escribe un cuaderno de notas en el que desgrana, a la manera del Viaje alrededor de mi cuarto, de Xavier de Mestre (otro viajero inmóvil), disgresiones filosóficas, teorías sobre arte, anécdotas, semblanzas, todo un entramado discursivo con el que arma el mapa en el que desplegará su estrategia política de negarse, a la manera de Bartebly, a formar parte del circuito de la comunicación humana.
Pero su proyecto de exilio interno se ve frenado por la aparición de un taxidermista contratado para restaurar a los dos caballos embalsamados que dieron origen a la raza de caballos criollos con los que nuestra clase dominante combinó negocios y tradición, al que la asignan como asistente. Nada más alejado de su plan zen de poner la mente en blanco que la verborragia de un aprendiz de Frankenstein, convencido de la misión de recuperar para la historia a los protagonistas del viaje a EE.UU. de promoción de la nueva raza, como un capítulo de la epopeya nacional.
Y es el arte de la taxidermia lo que le da la cifra de lo que se juega en la idea de conservación, de homenaje, de mausoleo, de una ideología que niega la muerte y que intenta apropiarse de la vida, práctica que la lleva a indagar en ese borde donde arte y cuerpo, vida y muerte, naturaleza y cultura se hacen indistinguibles y producir un nuevo acto de sabotaje que terminará con los delirios megalomaníacos del taxidermista y que le permitirá dedicarse al arte del mutismo, aquel que sólo el cuerpo inmóvil es capaz de lograr.

Y descubrirá algo que el cuerpo ya sabe: la distancia infinita entre la comunicación y la capacidad de escuchar y transmitir los relatos de la experiencia humana, algo en lo que Benjamin reflexionó bastante y que esta novela trabaja en el convencimiento de que sólo despojándose de lo superfluo, se puede estar un poco más cerca de la verdad, sobre todo tratándose del lenguaje, ese señor autoritario, ley del padre y fuente de tantos equívocos y neurosis.

Publicado en diario Perfil, 13/4/2013  

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